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07/12/2024

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El testimonio de esta chillaneja no dejó.a nadie indiferente. Desde la publicación de esta reflexión, han sido muchas las personas que se han puesto en contacto con ella para saber cómo está y agradecerle que haya compartido su experiencia ¡Es que la vida puede cambiar tanto de un momento a otro! Y es en esas situaciones cuando se pueden sacar cuentas y ver cómo sale a la luz lo que se ha construido ladrillo a ladrillo en el pasado.

Artículo publicado en Revista Mujeres de Ñuble N°11 (diciembre 2024)

Mi nombre es Magdalena Cruz Morandé, Maida, como me llaman mi familia y amigos. Tengo 43 años y hace casi 16 estoy casada con Cristián Ortega Valdivia, con quien tenemos cinco hijos, de 13, 12, 10, 5 y 3 años.
Aunque llevo muchos años fuera de Chillán, siempre seré una mujer de Ñuble.  

Al egresar del Deutsche Schule, como muchos chillanejos, me fui a Santiago a estudiar Derecho en la Universidad de los Andes. Me titulé y trabajé en esa ciudad hasta 2009, cuando, con Cristián, nos casamos y comenzamos una vida de constantes cambios, viviendo en diversas ciudades de Chile, desde el desierto de Atacama hasta la Patagonia de Magallanes. Cada dos o tres años dejamos amistades, trabajos, colegios (mis niños ya han estado en ¡seis!) y proyectos.  

Siempre nos vamos con pena de donde vivimos, pero con la esperanza de ser felices en el siguiente lugar. ¿Estamos acostumbrados a tanto cambio? No, no lo estamos, y creo que es difícil que alguien lo logre. Pero son cambios asumidos, que sabemos que van a llegar y que nos han enseñado a ver el vaso medio lleno, a disfrutar de los lugares donde estamos, a conservar amigos a pesar de la distancia y el tiempo, y, sobre todo, hemos aprendido a trabajar como equipo en nuestra casa, a "aperrar como familia", como dicen mis niños, especialmente porque estamos siempre lejos de todos y sin red de apoyo.  

Desde el año pasado vivimos en Caldera, una pequeña ciudad en la costa de la Región de Atacama. Es un lugar tranquilo, sin semáforos y con un solo supermercado, donde el comercio cierra a las 13:00 y abre nuevamente a las 17:00. Comparado con mi vida en Chillán, todo nos queda lejos. Solo para llevar a mis niños al colegio, viajamos casi 80 kilómetros. Viendo el vaso medio lleno, disfrutamos de los paisajes del desierto, las playas escondidas con aguas turquesas y del desierto florido que tuvimos como jardín este año. Además, hemos tenido "clases de historia y geografía in situ".  

Sin embargo, hay cambios que son inesperados, como el del sábado 31 de agosto de este año. Ese día salí a las 4 de la tarde a ver a dos de mis hijas, que estaban en un campeonato de gimnasia a una cuadra de casa. Cerré la puerta del condominio y no había caminado diez metros cuando escuché el ruido de un auto que iba muy rápido. Me di vuelta y vi una camioneta subir a la vereda por donde yo iba. Pensé: "acá me muero". Me pegó con todo, volé más de cinco metros y pasó encima de una de mis piernas. Literalmente vi pasar una de las ruedas a veinte centímetros de mi cara. El chofer era un joven de 21 años que manejaba borracho y se dio a la fuga.  

Un paramédico, una ambulancia, la urgencia de Caldera, otra ambulancia y el Hospital de Copiapó. Ahí se dieron cuenta de la gravedad de las lesiones. Debían operarme de urgencia para salvar mi pie, pero no era posible hacerlo en ese hospital. Me evacuaron en avión hacia el Hospital Naval de Viña del Mar, donde me operaron inmediatamente. Me trataron una infección grave, estuve con cámara hiperbárica, curaciones, aseos quirúrgicos y una segunda operación para reconstruir mi pie.  

Por la gravedad del accidente, y porque Santiago y Viña son Chile, después de casi tres meses aún no he podido volver a mi casa. Las curaciones, controles con el traumatólogo y el cirujano plástico, y las sesiones de kinesioterapia me han retenido entre Viña y Santiago.  

Nunca imaginé que me pasaría algo así, que por la imprudencia de un borracho la vida de nuestra familia cambiaría tanto. Jamás pensamos que esos tragos de más en un asado pudieran afectar a tantas personas. Sin embargo, a pesar de los dolores físicos, de estar lejos de mi marido y los niños (hace casi dos meses no nos vemos, no es fácil moverse casi 900 kilómetros con cinco niños, el trabajo, la casa y las actividades escolares), solo puedo agradecer a Dios.  

Primero, agradezco estar viva. Nadie se explica que no me haya pasado nada más, ni los testigos del atropello, ni los carabineros, ni los médicos. También agradezco haber ido sola, si no, la historia sería distinta. Luego, agradezco todos esos cambios de ciudad, lejos de todos, que nos han enseñado a "aperrar como familia".  

Cada familia es un mundo y no hay una receta única que funcione para todas. Solo comento lo que a nosotros nos ha funcionado: ahora veo lo bueno de nuestra decisión de estar 100% para nuestros niños, de darles responsabilidades acordes a su edad, de enseñarles a ser autovalentes, de estar en los detalles. Qué orgullo más grande ver cómo cumplen con el colegio y cómo se acompañan y ayudan como hermanos. Y cómo no iba a ser de otra forma, con el tremendo papá que tienen, que logra que cada hora tenga más de 120 minutos para estar para todos. Qué alegría ver cómo el trabajo de papás del día a día da frutos. 

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